El ingenioso hombre de la hebra

Juancarlos Porras y Manrique, promotor cultural, escritor, poeta, cronista de la ciudad y columnista Platino.

Como buen turiferario en los altares de la Santísima Trivialidad Renato Leduc (1895-1986) le contó a José Ramón Garmabella sobre su paso por la vida: del Bajío a la libidinosa Capital.

El impaquetable Leduc, que dio a la literatura mexicana la confianza para chaquetar a gusto con el lenguaje, es decir, ―y recuerdo también otras sabias palabras de José Luis Martínez curador de las letras mexicanas que no pongo porque son como las del Prometeo averiado―, incluir entre la gente bien del habla castellana, las fuerzas vivas de la Lengua Patria. Verbigracia: “(…) De puta en madrugada el famélico guiño/ me conmueve, y a las vegadas, el llorar de un niño/ o de un rico avariento el desaliño./”.

Y como buen luchador en la Revolución mexicana se asoma módico e inmediato a contarnos el descontento y la esperanza de las filas revolucionarias. En su biográfico testimonio Cuando éramos menos [1989], el egresado de la Escuela de Telégrafos, nos avisa:

“Todo abril y mayo del año 15 me pasé dando instrucción a mis heliografistas en los llanos y colinas del norte de la ciudad de Chihuahua. En ese mismo mes de abril chocaron en Celaya las dos poderosas columnas de Obregón y Pancho Villa, y fue derrotado este último. Obregón continuó su avance hacia el norte a lo largo de la vía del Ferrocarril Central. A fines de mayo me ordenaron que saliera rumbo al sur con mis heliógrafos a incorporarme a la División del Norte que, en León, Guanajuato, iba a enfrentarse con la columna de Obregón.”

Más adelante relata:

“Llegamos a León, Guanajuato, en los últimos días de mayo del 15. Nos pusimos a las órdenes del general Felipe Ángeles, quien nos distribuyó. A mí me mandaron a un cerro llamado de Las Ánimas, si mal no recuerdo a las órdenes directas del general Magdaleno Cedillo. Hube de transportar el pesado aparato a lomo de soldado pues no había acémilas, que era su medio habitual de conducción. Atravesamos una tierra de nadie sembrada de cadáveres. Fierro los había lanzado a una loca carga de caballería, pistola en mano, contra las loberas de los yaquis de la loma de La Loza. En ese duelo de revólveres 44 contra ametralladoras perdieron los Dorados, cuyos cuerpos por docenas se pudrían al sol cuando yo pasé por ahí con mi heliógrafo a lomo de soldado. Muchos de aquellos cadáveres estaban materialmente pespunteados en el cráneo, en el pecho y en la barriga por las ráfagas de las ametralladoras de los yaquis de Amarillas.

(…) El día 5 de junio del 15, Obregón le asegundó a Villa la putiza de Celaya. Obregón perdió un brazo en Santa Ana del Conde y Villa perdió para siempre su prestigio de invencible. Trabajosamente, la ex famosa División del Norte se replegó a Lagos, en donde la embarcaron para Aguascalientes. Yo viajé en el techo de un furgón entre sardos y soldaderas. En el viaje nos cayó encima un aguacero torrencial. En la madrugada llegamos a Aguascalientes empapados y muertos de hambre. Ahí, aunque en menor escala, nos repitieron la putiza, y no paramos hasta Chihuahua.”

Así pues, el ingenioso hombre de la hebra nos receta con donosura, al paso del tiempo, la desacralización de la Patria revolucionaria (Carlos Monsiváis, dixit): “Vertimos por la patria/ medio litro de sangre;/ comulgamos con ruedas de molino/ por el amor de Dios.”.