Rostros del Moisés mexicano: algunos retratos de Miguel Hidalgo

Juancarlos Porras y Manrique
Juancarlos Porras y Manrique, analista, promotor cultural y columnista Platino.

De Cristo hubo profecía,
De Hidalgo no ha habido nada,
En Dolores dio la campanada,
Que por todo el mundo se oía.

Fragmento del poema
El Diez y Seis de Septiembre,
de Celestino González

Si hacemos caso a “las mutaciones sucesivas de nuestros campos de conciencia” (Williams James: 1948: 16-17) tendremos la fortuita posibilidad de comprender por qué realzar la vida de un personaje. Además de reconocer el cómo un discurso visual junto con cierto arrebato verbal contribuye a la formación “sobre los principios del idealismo en el retrato” para luego adentrarnos a “la verdadera vida rítmica de las palabras, la bella libertad y la riqueza de efectos que esa vida rítmica produce”; y darnos cuenta finalmente que “hemos hecho (…) del arte de escribir un modo determinado de composición, y lo hemos utilizado como una forma de dibujo minucioso” (Wilde: [?]: 1986: 27, 39-31).

«Habitar lo inquieto, eso es la vida», apunta Manuel Rivas. Y ocurre esta gran inquietud al (d)escribir a Miguel Hidalgo y Costilla, señalado como «insigne facineroso y primer caudillo de la insurrección» [de 1810]; en contraparte con el nombramiento de «benemérito de la Patria, en grado heroico» o bien «Héroe de Dolores», hasta llegar a que nadie “le dispute el título de «caudillo, conductor de muchedumbres»”.

La veneración conlleva a la instalación del culto y porque no decirlo del símbolo de paternidad única e indisoluble sobre la Patria que con el paso del tiempo se le ha dado al cura de Dolores.

Aunque fue acuñado en primera instancia el título de Padres de la Patria —para Hidalgo, Allende, Aldama, Jiménez, y demás próceres—, la musa popular a través de los versos de una Octava y un Soneto de la época (1823) nos dan pauta para certificar la evolución tutelar de la paternidad(des).

Pero escuchemos los versos:
Oíd a la patria: «defensores míos
Llegad, exclama, con devota planta:
Honrad aquí los héroes de Dolores
Mis hijos caros, de mi vida autoras».

En el Soneto leemos:

México libre ya, que tierno os ama,
Os rinde os honores funerales,
Y de la patria padres os proclama.

La proclamación es contundente. Los primeros mártires de nuestra Independencia y Libertad son todos Padres de la cara Patria a la que “el amor patrio más sincero, / nunca sujeto a reglas y lecciones, /” está por demás dicho y probado.

Pero cómo llega Miguel Hidalgo y Costilla a ser el único y primer Padre de la Patria. La discusión parecería banal y estaría encarrilada al debate de ideas donde seguro llevamos las de perder, pues afirmar que el título de Padre de la Patria recae, en primera instancia, sobre Hernán Cortés —como lo propuso en su momento el abogado leonés Toribio Esquivel Obregón (1934) y luego el historiador inglés John H. Elliot (2010) lo retomó— suena absurdo. Por lo pronto prevenimos al lector que al asistir “a la construcción de la historia de un país —«una expresión geográfica»—“nadie dudaría de quién o quiénes la promovieron. Mucho menos de su paternidad que es símbolo de autoría y por ende de autoridad única.

De allí partimos a considerar “(…) que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia!”.

Por supuesto acudimos a un criterio tripartita que nos ayuda a comprender lo anterior:

  1. pensamiento
  2. pasión
  3. espiritualidad,

tanto en la escritura como en la imagen pictórica. Y de aquí proponemos ir “de lo conocido a lo desconocido” (Gombrich: [1972] 2001: 5).

Al verificar el retrato del Padre tierno, —como fue llamado también Hidalgo como gestor de la Patria— nos encontramos con un augusto anciano que primero habla de la Nación [aletargada]; luego de la América [oprimida]; para, por último, en su Manifiesto referirse con amor y [notable nostalgia] a la “Querida Patria mía”.

Asumida a cabalidad su gestoría, el rostro del padre asoma y en palabras de Lucas Alamán nos acercamos a una primera descripción de su persona. Apunta el observador:

“Era de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes vivos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo, como que pasaba ya de sesenta años, pero vigoroso, aunque no activo ni pronto en sus movimientos, de pocas palabras en el trato común; pero animado en la argumentación a estilo de colegio, cuando en el calor de la disputa. Poco aliñado en su traje, no usaba oro que el que acostumbraban entonces los curas de pequeños pueblos”.

Continuará…