Crónica de mi viaje a la Luna

Crónica de mi viaje a la Luna. Fuente: Especial.

El universo no cumplía aún 8 años de edad, cuando el prodigio ocurrió: en la televisión se daba cuenta de la llegada del hombre a la Luna. Nosotros no teníamos tele, lo veíamos desde la ventana abierta de unos vecinos de esa calle sin pavimento, que era igual que la superficie lunar, de polvo y piedras.

A la distancia, mi barrio del Coecillo se insertaba en el interés universal. Mi calle, la Cerrada Españita, no era la excepción; ese era el punto del cosmos, desde donde la pequeña mente de un niño flaquillo se asombraba y no entendía del todo lo que estaba pasando.

La transmisión era larga, no recuerdo cuánto duró, ni tengo preciso el momento de la frase inmortal de Neil Armstrong, “un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Solo rememoro esas imágenes en blanco y negro, como la distancia, como la vida, con rayas y nieve, con altibajos en la transmisión.
Iba de un punto a otro de nuestro callejón, que al fondo tenía una gran nave, pero no espacial, sino industrial, donde había una fábrica de calzado y yo trabajaba de zorrita con un pespuntador.

En las casas donde había tele, cobraban, si el alzheimer inherente al tiempo no me deja mentir, cinco centavos. La magnánima actitud de los dueños de teles era tal, que abrieron sus ventanas y sus puertas para que todos se enteraran y vieran el portento.
Un peso de ese año era igual que la Luna: de plata, con la imagen del generalísimo Morelos de perfil y, como la Luna, era inalcanzable, hasta ese día en que los Estados Unidos la alcanzaron antes que los soviéticos. Pero eso no lo sabía en ese año, lo sé ahora que la Guerra Fría se enfrió y se deshizo como el hielo.

La Cerrada Españita era más bien como una vecindad abierta, porque un callejón era una vialidad citadina que, por reglamento, no podía estar cerrada. Las casas de un lado eran casas, las del otro eran cuartos con una cocina sin más, sin baño, de un solo dueño que las rentaba pero, a diferencia de la Luna, había agua en un aljibe que le llamábamos pozo y también era nuestro Mar de la Tranquilidad.

La emoción de que el ser humano conquistaba el espacio sideral (no Mundet), no cabía en mi escuálido ser… lloré de emoción inexplicable y el agua de mis ojos regó la árida tierra de mi calle.

El resto del día se distribuyó la emoción, no se diluyó porque no todos los años, no todos los días, se conquistan otros mundos, tan cercanos y lejanos como nuestro satélite natural, como los planetas que nos esperan, como las estrellas que nos llaman con voces de colores.

Por la noche dormí y no puedo decir que soñé con la Luna porque no recuerdo, pero tal vez sí con un mundo mejor.