Terremoto de 1985, punto de quiebre

Me gusta como escribe Juan Villoro sus reseñas y relatos que se publican los viernes en este prestigiado periódico, porque fuera de análisis políticos o culturales eruditos, plasma partes de su propia vida y experiencias como una plática o charla entre amigos (sus lectores) muy amenas e interesantes.

Así pues, sin proponérmelo específicamente desde hace muchos años, he escrito en ese estilo y ahora lo identifico y agradezco a muchos amigos que así me lo comentan, entre ellos, a Don Alfonso Sánchez López, quien me recomendaba, abordara pasajes cotidianos de experiencias de vida y le gustaban los de la Ciudad de México, cuando radiqué allá tantos años.

El viernes próximo pasado (19 de septiembre) se cumplieron 40 años de aquel terremoto de más de ocho grados en la escala de Richter que sufrió la CDMX y ni como olvidarlo porque allá radicaba en esa época con mi esposa, recién casado. Hasta ese día, hasta esa mañana, todo era en nuestras vidas color de rosa: buen trabajo, estable, haciendo lo que profesionalmente me gustaba, en la Procuraduría General de Justicia del entonces D.F. en un alto cargo a donde había ascendido desde una carrera de la base como Mecanógrafo del Ministerio Público hasta ser titular de la Sala de Agentes del Ministerio Público Auxiliares del Procurador.

Además impartía clases de Derecho Procesal Penal y de Derecho Penal en la Universidad Iberoamericana, allá en la Campestre Churubusco, a las siete de la mañana; tenía un buen staff de ayudantía, auto oficial, gasolina, estacionamiento en el edificio principal, compañeros de trabajo excelentes, buen sueldo y con muchos planes de superación, a grado tal que no acepté la invitación del entonces flamante Gobernador de Guanajuato, Rafael Corrales Ayala, para incorporarme a su equipo de trabajo en Guanajuato; así de a gusto estaba en mis actividades en el Distrito Federal, aunque después conocí de Corrales Ayala su lado muy oscuro, pero eso será otro tema. Ya en otras entregas he referido varios pasajes sobre las vivencias en la Procuraduría (“Romanita: otro sueño alcanzado”, “Agente Palacios”, “Cinco casos resueltos” y “Durazo, su Extradición”).

En ese panorama, vivíamos en un departamento muy amplio, bien ubicado en calle Holbein número 10 bis, en el cuarto piso, entre Patriotismo y Revolución, dos vías rápidas, relativamente nuevo, pues culminó su construcción en 1980 y me lo entregaron a fines de enero, con dos lugares de estacionamiento, bien cimentado y bien construido. Pero esa mañana después de las 7 am, cuando procedía a levantarme, todo se estremeció, crujieron las paredes, piso y techo, se mecía de un lado a otro, como un vaivén incesante y luego tres sacudidas de arriba a abajo, era un temblor fuerte y prolongado, pero además combinado entre oscilatorio y al final trepidatorio, un largo minuto de angustia; se fue la energía eléctrica y las líneas telefónicas no funcionaban, levanté a mi esposa y nos colocamos bajo los marcos de las puertas, como aconsejaban, luego cesó, nos abrazamos. Mi esposa nunca había pasado ni sentido eso y lloraba, sorprendida, impotente ante la fuerza de la naturaleza, tenía apenas dos meses en esa ciudad, después de retornar de la luna de miel.

Saqué un radio portátil de transistores y batería, mirábamos por las ventanas de aquel cuarto piso, pero no observábamos a lo lejos desde Mixcoac, nada anormal. Logré sintonizar la XEW y escuchar a Zabludovsky totalmente apanicado, conmovido, describiendo lo que sus ojos veían y narraba desde el teléfono de su auto y cuando llegó a Televisa al ver que había colapsado todo el edificio, y antenas majestuosas caídas, no pudo más y soltó el llanto. Ahí tuvimos una idea de la magnitud de la tragedia.

Yo tenía que salir hacia mi trabajo en la Procuraduría de Justicia en la calle de Niños Héroes y Dr. Bernard precisamente a dos calles de Televisa, así que ya imaginaba lo que había sucedido por esos rumbos.

Nuestras vidas y las de muchos compañeros y amigos cambiaron, pronto o más tarde, pero ese acontecimiento fue el punto de quiebre para nosotros. Por principio, mi esposa enfermó de ese shock sufrido y tuvimos la noticia de su primer embarazo, pero como estaba en riesgo y no podía continuar viviendo en aquella ciudad, so pena de abortar, por prescripción médica, vino a radicar a León; mientras, continué allá trabajando de lunes a viernes y visitándola sábados y domingos; situación muy difícil.

No aguantamos mucho tiempo y cuatro meses después, renuncié a todo, envié la mudanza para acá, nos reunimos de nuevo y formamos la familia que deseábamos; conseguí trabajo impartiendo clases en Universidades y en la Procuraduría del Estado, y unos amigos me hicieron un lugarcito en su despacho y heme aquí. La vida cambió.