“No debemos tener miedo a equivocarnos, hasta los planetas chocan y del caos nacen las estrellas”. –Charles Chaplin–
“Debemos aprender a ser queridos y querientes, en un mundo que nos entrena para el desamor”. –Eduardo Galeano–
In memoriam de Eduardo Hernández Barrón
Una buena persona que conocí en los últimos 18 meses ha muerto hace unos días. Su muerte duele porque este tiempo fue de una larga convalecencia y de un camino tenaz de recuperación del movimiento de su cuerpo, en el que pudo también recuperar su historia, sus dudas, sus conflictos, así como sus logros, sus capacidades desarrolladas, pudo dar valor a la fuerza del amor para conformar una familia, e integrar sus emociones y sentimientos, a la vez de reconocer cómo fue resolviendo los desafíos del mundo laboral, en la se dio la posibilidad de reflexionar sobre su persona y sobre su compromiso por aprender y su forma, tan única, de enfrentar el mundo que le tocó vivir y que a veces no lo dejo ser quien deseaba ser de la mejor forma posible, no todo se puede.
Nada fácil fueron estos meses para él y su familia, porque sus circunstancias en estos últimos meses fueron adversas e inesperadas, pero también se pudieron realizar en este tiempo, para él, experiencias que creía no se darían nunca más. Sé que tuve la buena fortuna de conocerlo y de aprender de él y una historia de vida integra y honesta en su narrativa, y pude dar valor a su vida y también ahora a su muerte.
Las circunstancias de cada uno de nosotros ante la vida y ante la muerte nos abren un infinito número de posibilidades para ser uno mismo. La vacuidad y la fatalidad se convierten en los contrapesos de los que idealmente vamos alejando para poder dar si es posible sentido a la vida, sin ingenuidad y sin falsos optimismos y poder llenar la vida misma de momentos memorables por tristes o alegres que sean y conducir nuestra vida de la mejor forma posible, con respeto y dignidad para uno mismo, para una misma, y para y con los demás.
La trayectoria humana y la historia de vida de cada uno, de cada una de nosotros estará cargada de sobresaltos, de dificultades, de retos, de dudas, de contradicciones, de errores, de decisiones, pero también de logros, de pequeños y grandes triunfos, de encuentros amorosos, de aprendizajes significativos, de instantes en que la existencia individual se convierte en algo sublime, y que solo los seres humanos podemos y nos permite experimentar: el éxtasis, el gozo, la dicha, la felicidad y el placer.
Condiciones, circunstancias y contextos que nos hacen pensar y sentir que la vida y la existencia valen el esfuerzo, la dedicación, el cuidado, la disciplina, el empeño, que junto con los sueños y la voluntad van tejiendo existencialmente el anhelo de que es posible dar sentido a la vida, entre todo y pese a todo, y que mientras el corazón lata con fuerza y el espíritu se mantenga rebelde, inconforme y lleno de esperanza, para poder sostener como desafío de la propia naturaleza humana con su cultura, su palabra, su consciencia y sus responsabilidades, para ser y para crear las oportunidades para vivir esta vida, en el aquí y ahora, con la mayor plenitud posible.
Nada nos prepara para la muerte, como nada nos prepara para la vida. No hay manual, instructivo o receta, y si lo hubiere, no lo leeríamos. Muchas personas y culturas han buscado tener en el imaginario social y colectivo códigos de conducta, reglas de convivencia, así como religiones, que instalan un deber ser idealizado de bondad, de corrección, de pulcritud y aún de santidad. Mandatos que van en sentido opuesto a la libertad y que, en la sumisión de lo decretado por otros, se instala y se magnifica la culpa, se crea la noción del pecado, se sanciona el error, se señala la falla, se hace visible el equívoco, y no se permite el desliz, se crea un deber ser como una construcción social que se normaliza y que se impone desde la cultura dominante y desde el discurso del poder, y con ello, se exalta el reproche emocional, la culpa, como conciencia artificial ante la imperfección humana, que sin duda deberá ser siempre pensada como responsabilidad, desde la lógica y el principio axiológico del bien común y desde la responsabilidad que implica dignificar y respetar y reconocer a todas las personas en igualdad y en derechos.
La perfección en lo moral como imposición se convierte en la bandera de causas por demás ingratas, perversas y deshumanizantes. La lucha social por los derechos humanos es parte del largo proceso civilizatorio, que es hoy, más que nunca, la posibilidad humana y de consciencia de clase, para dar valor a lo diverso, a lo diferente, a crear condiciones para igualdad, para la equidad, para la inclusión, para el reconocimiento y para recordarnos que la vida es una y que todos y todas tenemos derecho a vivir con dignidad, libertad, seguridad, salud, empleo, educación y con una identidad que permita ser y estar con las y los otros y es solo desde el amor, la sororidad, la fraternidad y la solidaridad que podemos avanzar la historia personal y colectiva para juntos construir un nuevo mundo posible.
Octavio Paz en la “Llama doble” escribió: “Sí, somos mortales, somos hijos del tiempo y nadie se salva de la muerte. No sólo sabemos que vamos a morir, sino que la persona que amamos también morirá. Somos juguetes del tiempo y sus accidentes: la enfermedad y la vejez, que desfiguran al cuerpo y extravían al alma. Pero el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte. Por el amor le robamos al tiempo que nos mata unas cuantas horas que transformamos a veces en paraíso y otras en infierno. De ambas maneras el tiempo se distiende y deja de ser una medida”
Por ahora toca darnos un tiempo y escuchar un fragmento del Réquiem de Mozart en honor de la vida de Eduardo y de la vida de todas y de todos.