Don Jorge camina por la Plaza Principal de San Juan de los 7 Volcancitos, pero al llegar a una esquina ve a unas 20 personas que, desde una línea amarilla que bloquea el paso, ven hacia el fondo de la calle donde están policías y hombres metidos en overoles blancos desde la cabeza a los pies, en torno a lo que se ve, son dos personas tiradas en el piso, y a lo que se entiende, están muertas.
Una señora dice a otra que un grupo criminal disparó a los que estaban dentro del bar La Caminera, y que por lo menos son cinco los muertos y seis los heridos, y que “esta, comadre, es la segunda vez en la semana que los sicarios atacan en cantinas” y que ya le dijo a su marido y a sus hijos que mejor tomen en sus casas.
Jorge tiene que caminar por lo menos 40 minutos diarios, por prescripción médica, para cuidar su gran corazón y así evitar un ascenso de dos kilos por mes, que se sumarían a sus más de 100. Don Jorge revisa el folleto que le dieron los de un kiosko de turismo y en el que se invita a conocer caminando “nuestro Pueblo Mágico” de San Juan de los 7 Volcancitos.
A Jorge le gusta pueblear aunque este verbo no esté registrado por la Real Academia Española, y aunque antes de ser un mexicanismo fuera un colombianismo. Entonces reflexiona que por mucho tiempo en Colombia no se podía pueblear a causa del narco y a guerrilla y menos andar de mochilero (palabra que sí está incluida por la Realísima, al igual que el verbo mochilear).
No podías andar de mochilero allá porque el Ejército te confundía con los de las FARC y los de las FARC te confundían con alguien del Ejército, dice Jorge que qué chula cosa era esa.
Don Yorch (para los cuates) sabe que ahora en muchos estados de México no se puede ir de mochilero ni andar puebleando como Pedro por su casa. Recuerda una vez que por pueblear en un vecino estado, se encontró con un retén de criminales, que solo Dios sabe por qué lo dejaron pasar, y luego de eso en un retén militar lo previnieron para que no anduviera tan noche en esas carreteras peligrosas.
Ahora que está detrás de la cinta amarilla, tratando de ver que más alcanza a ver, don Jorge ve que llegan a lugar policías militares y toman notas de lo ahí ocurrido y toman fotos de lo ahí acontecido y una de las comadres dice que de dónde salieron y que por qué no estaban ahí antes de que pasara lo que pasó.
Unos niños comen cacahuates y bromean detrás de la línea amarilla haciendo como que quieren rebasarla; Jorge se da cuenta que la cotidianidad de los homicidios se ha convertido en un miedo digerible, en el set social de quién es al que ahora mataron, si por andar o no vendiendo droga o metido en el huachicol, o por andar pasando o estando por donde no debía pasar o estar.
Eso le preocupa a don Jorge, tanto como que ya es más que peligroso andar puebleando y mochileando y que pueda llegar el momento en que no puedas ir de ningún lado a ningún lado y te la pases caminando en tu propia casa, como tigre enjaulado, porque así te lo indicó tu médico.