Los juguetes que formaron a la generación actual, según Netflix

Los juguetes que nos formaron. El nuevo documental de Netflix

Cuando Buzz Lightyear se pone demasiado estupendo en Toy Story, arrogándose el poder de salvar el universo, Woody le grita: “¡Eres un personaje ficticio! ¡Solo eres un juguete para niños!”. Y, sin embargo, ambos, y el resto de muñecos históricos de la segunda mitad del siglo XX, son mucho más.

Netflix acaba de estrenar The Toys that Made Us, una serie documental sobre los juguetes que marcaron a la generación que jugó (es decir, creció) en los ochenta. Al calor de éxitos retro como la serie Stranger Things, los primeros cuatro episodios, que exploran los fenómenos de Star Wars, Barbie, He-Man y G. I. Joe, capitalizan la nostalgia, pero pretenden ir más allá: cómo en el nacimiento, auge y caída de un muñeco influyen el contexto socioeconómico, los conflictos bélicos o el ideal de belleza.

Y cómo todos ellos, primero manoseados por manos torpes de niños y luego intocables en estanterías de coleccionistas, objeto de polémicas mediáticas y pleitos en los juzgados, sirven para rastrear una historia alternativa de cada época. Si uno juega a ser Rey Mago estos días en una juguetería, por ejemplo, encontrará tanto un Monopoly para niños de cinco años (potenciales emprendedores) como derivas hipster de cocinitas, bautizadas como Foodtruck: la cocina se convierte en un coche.

La serie arranca con el imperio de Star Wars, cuando las grandes jugueteras mostraron en los setenta la misma miopía del director artístico de la discográfica Decca que rechazó a The Beatles. Ni Mattel ni Hasbro quisieron apostar por idear y vender los juguetes del universo galáctico, así que la tarea recayó en una pequeña empresa de Cincinatti: Kenner.

El encargo les llegó tarde, así que crearon prototipos falseando muñecos ya existentes y vendieron cajas vacías con la promesa de personajes articulados que llegaron a las tiendas tiempo después del estreno.

En La loca guerra de las galaxias, la parodia de la saga firmada por Mel Brooks, se bromea con el hecho de que mientras se escribía la película ya se estaba pensando en papel higiénico o cereales azucarados con la marca. Se llegaron a vender 22 millones de muñecos al año.

Tan o más enjundiosa es la historia de Barbie, la chica de América, polémica desde su nacimiento. Inspirada en un personaje con connotaciones sexuales del tabloide alemán Bild, sus defensores exponen que hasta entonces el rol de la niña era el de cuidadora de la muñeca, mientras que Barbie (se despacharon hasta tres por segundo) servía como modelo aspiracional.

Es cierto que al principio no era médico, sino enfermera, aunque con el tiempo se convertiría hasta en astronauta. Al cuestionamiento de su (turgente y seco) modelo de belleza imposible no ayudaron detalles como ese primer anuncio que acababa en boda o esa Barbie que incluía una báscula con la aguja varada en los 50 kilos y un libro sobre cómo perder peso. En la contracubierta, las niñas podían leer: “¡No comas!”.

El mito fundacional de He-Man es un susto infantil: uno de sus creadores, Mark Taylor, vio un esqueleto en el parque de atracciones The Pike, en Long Beach (California), que le pareció (y, en efecto, era) humano.

Otro de sus inventores, Roger Sweet, era un chaval enclenque que quiso imaginar un héroe gigante: lo dotó de un tamaño más que hercúleo (si He-Man midiera 1,82 metros, pesaría 342 kilos). Tanto He-Man, el villano Skeletor y el resto de Masters del Universo de estética bárbara arrasaron desde su creación, en 1982, y aportaron el hecho de cómo los personajes podían nacer en las jugueterías para reinar gracias a los dibujos animados.

Cada vez que un niño levantaba uno, se sentía como He-Man al empuñar su espada al grito de “¡Yo tengo el poder!”. Y no es ridículo pensar en cómo sus formas influyeron en el culto al cuerpo, rayano en la vigorexia, de esos años.

Los G. I. Joe nacieron en pleno fervor patriótico de unos Estados Unidos que se veían salvando al mundo a principios de los años cuarenta del pasado siglo.

Se vendieron como figuras de acción, no como simples muñecos, y tuvieron que reinventarse como equipo de aventura durante la repulsa a la guerra de Vietnam, para renacer a lo grande en el mandato del republicano Ronald Reagan, ese actor presidente que pregonaba “la paz mediante la fortaleza”.

“Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis representados en el cine por Frank Sinatra o John Wayne. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más. Y la harán unos niños como los que están jugando arriba”, le dicen al narrador de Matadero Cinco, del escritor estadounidense de ciencia ficción Kurt Vonnegut, en el arranque de la novela.

Él promete que sus personajes no emularán a galanes de la gran pantalla, pero quizás ambos olvidaron con qué muñecos jugaban esos niños en el piso de arriba.