Cada que abro mi iPad y veo la foto de mis hijos cuando tenían entre 3 y 4 años, uno de ellos, Eduardo alias “Mi picachú” y de Sergio alias “Mi prietito”; uno de ellos dormido, confiando en que papá y mamá lo cuida y el otro tomando su biberón y viéndome con sus grandes ojos tomarles la foto. Pues bien…retrocedo el tiempo para ese momento y pienso en “mis hijos bellos” y en qué les depara el destino. Esa foto es una de mis favoritas, pues existe una íntima comunicación entre ellos y yo y me encanta admirarla y ver ese pasado hermoso, no menos que el presente que vivo con ellos y entonces pienso que Dios ha sido en extremo bondadoso conmigo por haberme concedido hijos tan maravillosos.
Y de tanto pensar, se pasa el tiempo y de repente suena el teléfono, es “Mi prietito” y me dice “papá, ¿ya tienes listo todo para la boda?” De repente, vuelta al presente…ya no toma biberón como en la imagen que hace unos momentos estaba mirando. Se vuelca mi atención en mi traje, camisa, calzado, etc. Lo anterior me sucedió la semana pasada acompañado del deseo de querer apoyar en lo que mi hijo necesitara, a lo que él contestó, “en nada pá, gracias”. Así pues, me llegaron de golpe los recuerdos, evocar que hace poco era un bebé y después un niño pequeño al que llevé a su primera clase de Jardín de Niños y ahora…ya se va a casar. Recordé las grandes satisfacciones que me ha dado, especialmente cuando salió de la prepa y le dieron el reconocimiento al mejor alumno de su generación, en una escuela en la que tenía muchos ex compañeros -en especial la maestra Juanita Soto-, que me colmó de felicitaciones; y hoy sábado -o sea ayer- mi hijo se casó con el amor de su vida, con la mujer que lo inspira a ser mejor y que tomó la decisión de compartir con Vania lo mejor de la vida.
Hace unos meses que fuimos a pedir la mano de Vania -como dictan las tradiciones- le comenté a sus papás -hoy mis consuegros- que habían logrado de ella una mujer inteligente y bella y que lo que más me gustaba de mi nuera era la forma tan amorosa con la que miraba a mi hijo; y es cierto, no hay nada más satisfactorio para mí que ver esa mirada que releja tanto amor.
Hoy he estado pensando que mi vida y la de mi familia va a cambiar de manera indiscutible. Habrá cambios que con la ayuda de Dios serán maravillosos y hoy, como jefe de familia pienso en los amigos y lectores de mi generación que están por pasar o ya pasaron por una situación similar. Ayer dio inicio la familia Aguilar Hernández, que son los apellidos paternos de Sergio y Vania y por consecuencia lógica de la hermosa familia a la que hoy pertenecemos tanto los familiares de Vania como los familiares de Sergio.
A partir de esto, quiero compartir las siguientes reflexiones. Considero que hasta antes de ayer, la familia de Vania eran “ellos” y la familia de Sergio éramos “nosotros”, pues ahora todos somos “nosotros” no sólo por semántica, sino como concepto de familia con toda la profundidad que ello implica, con mayores cosas positivas que negativas, porque si sucediera lo contrario, ¿Qué pasaría el día que nazcan los hijos de ellos, qué parte sería Aguilar para amarlos con amor infinito y cuál sería Hernández para que me fuera indiferente esa hermosa criatura? Y bueno, nomás de pensar en ser abuelo pienso que amaré a ese pedacito de vida y de amor de igual manera y magnitud sin distinción de los apellidos que la ley de los hombres le asignará, pues estoy convencido que para toda la nueva familia que conformamos, llegado el momento, los bebés nos hermanarán aún más a través del amor mas lindo y puro que existe; de la misma manera que hoy Vania y Sergio lo hacen.
Hoy queridos lectores, la teoría se nos acabó y empieza la práctica -cual cirujano en quirófano-. Hoy, es momento de manifestar nuestra propia versión de familia ampliada, unidos por el amor de nuestros hijos en donde nosotros ya no somos el centro de atención ni de Vania ni de Sergio, sino que ellos son su propio centro de atención y nosotros como familias que les dieron cobijo hasta ayer, debemos buscar el acompañamiento que complemente su felicidad.
Hoy para Sergio, mi hijo del alma, dejo de ser su Superman a ser aquel entrenador que le sugiere la fórmula para ser feliz y hacer feliz a su esposa quien deberá ser el centro de su vida, y esto me recuerda indudablemente, a mi papá cuando se esforzaba mucho porque lo escuchara y yo le decía, “en el medio tiempo te escucho”, -eso sí comparáramos la vida con un partido de fútbol-.
Hasta ayer, en la vida de mi hijo Sergio, yo tenía el sartén por el mango y hoy tengo que ser la mano invisible que lo ayuda y después, de manera discreta se retira, para que siga disfrutando de su vida de casado. Ayer era yo su “pá” y hoy si no actúo de manera madura e inteligente, me convertiré en el viejito regañón, ese mismo que no quiero ser, pues ni estoy viejo ni soy regañón. Ayer era yo la autoridad militar de más alto rango, -si me permiten este ejemplo-, hoy tengo que transformarme en la autoridad moral en la que la familia recurra por un consejo y convertirme en lo que fue mi papá, un suegro respetuoso y un abuelo amoroso y tierno. En un futuro, Luis Tomás -mi consuegro- y yo, seremos un par de abuelos consentidores que si tenemos nietas, nos aprendamos los nombres de las barbies de moda y si son niños, seamos quienes los llevemos al estadio Azteca para echarle porras al América o con quienes si le van al León, estrene mi jersey verde-esmeralda y presencie los mil goles que Dios nos permitirá disfrutar con ellos.
De repente suena el despertador y reflexionó en lo bella que estuvo la boda ayer, los bailes, los brindis, las compañía de los familiares y amigos que nos acompañaron y los que válidamente no asistieron por temor al virus o alguna otra razón. Y sí…hoy “habemus esposos” y “habemus consuegros”.
Y entonces me digo “Apúrate Sergio, hay que mandarle la columna a Martín Diego, él es válidamente exigente y no hay excusas para lograr la satisfacción del deber cumplido”.