Historia de las bibliotecas públicas de León*

Juancarlos Porras y Manrique, promotor cultural, escritor, poeta, cronista de la ciudad y columnista Platino.

En alas de mi anhelo, por celebrar la vida, luego de la pandemia de Covid-19 donde, propios y extraños, fuimos tocados en el mundo por un virus que minó nuestra naturaleza humana junto con la de la Tierra, por aquello del «clavo de oro» encontrado en Ontario, Canadá, es decir, los lodos del lago Crawford, un estanque de 24 metros de profundidad que marca el inicio de una época: el Antropoceno, decidí reconsiderar esta serie de engarces para profundizar en este archivo particular ligado a los libros.

Este amor por la sabiduría me llevó a repensar aquel incipiente trabajo, ahora perdido en el Museo de las Ideas Muertas, donde, la genial inventiva sale a relucir por medio del Memorial al rey sobre formación de una librería (1749) de Juan Páez de Castro donde enuncia lo que sigue: “Por causa de las librerías perdieron muchas naciones el nombre de bárbaros y muchas ciudades fueron frecuentadas de los principales hombres del mundo y se ennoblecieron con estudios y universidades. Las librerías son causa que se haga amistad y concordia entre muy diversas naciones por vía de letras”.

Para entendimiento de todos, librerías equivale a bibliotecas, por decirlo así. Por las librerías hubo buenos escribanos como también magníficos escribientes, quienes sumaron a los libros y a los sabios que forman discípulos. Unos y otros enseñan, pero los menos adoctrinan ya que los temperamentos y ocultas cualidades, a la manera de Sor Juana, porfían las cogitaciones de la concesión para que leyese y no pare este continuo movimiento de mi imaginativa.

Recordemos pues que: “El hábito de leer siempre ha sido signo manifiesto de civilización y de cultura. Las estadísticas demuestran que los pueblos más cultos y más adelantados, tanto en el orden intelectual como en el material, son aquellos cuya producción bibliográfica es mayor, que poseen mayor número de bibliotecas y, por consiguiente, en los que más se lee. Sin las letras no se concibe la evolución de las ideas, el progreso de las ciencias y de las artes, el adelanto de las profesiones, la prosperidad de los pueblos y el perfeccionamiento general de los individuos”. (Juan B. Iguiniz, El libro, 1946).

Naturalmente sin advertirlo nuestro interés conlleva a lo que bien expresaba Juan de Dios Peza «el cantor del hogar»: “No busques falsos testigos, / tus libros y tus amigos / preséntamelos…”. Entonces volvemos a la reunión fortuita de la procuración de libros para formar con ellos una biblioteca selecta de la cual debemos considerar saber por quién son amados y por quién aborrecidos (José de Maistre, dixit).

La cultura bibliográfica obliga a batirse contra el peor enemigo que conocemos: La Nada, o sea, la sin conciencia, que muchos tempestuosos hombres desarrollan con creces porque no tienen la voluntad templada en la fragua del amor a la sabiduría. Por eso me llevará primero a echar lashón, charlar, sobre las bibliotecas públicas de León en dos habituales lugares donde trazan una gran labor en las artes escénicas, Bendito Theatro Café de Hugo Almanza y, en las artes plásticas, Atelier Monte León de Pato Gómez.

En ambos sitios vertí conceptos para enaltecer al invictísimo libro, así como la vida literaria pensando en aquello que aprendí en un mínimo asomo a la B. V., que dicho sea de paso tanto como José Ruiz Miranda y Wigberto Jiménez Moreno tuvieron derecho de picaporte para entrar a ella. Ambos personajes fueron formados allí mismo en la memoria por el mismísimo sabio Emeterio Valverde y Téllez quien afirmaba: “Si hemos de ser buenos lectores, nuestra cabeza ha de ser como una bien ordenada biblioteca, en la que las ideas no se atropellan ni confunden, sino que cada una ocupa su propio lugar, en donde sin esfuerzo la hallamos siempre que queramos aprovecharla en la escritura, en el discurso y aun en la simple conversación”. 

Con dicho afán, de la bien ordenada biblioteca que refresca la memoria, bien merece la pena traer a Jorge Luis Borges por aquellos versos del poema “Junio, 1968”: “(…) el hombre dispone los libros/ en los anaqueles que aguardan…”. Y más adelante cita: “(…) (Ordenar bibliotecas es ejercer, / de un modo silencioso y modesto, / el arte de la crítica.)”.

Esta hay que hacerla con parsimonia, sin duda. Muy a la manera de Óscar Wilde por aquello del vigor y a la distinción del artista. O bien, un tanto cuanto misantrópico como Knut Hamsun escribió en Hambre (1890) donde un hacedor de zapatos ―guarnecedor de calzado― empeña su chaleco ―adjunto va su lapicero― para obtener algunas monedas, luego compartirlas con otro zapatero para comer algo: queso y pan. Pero en el afán de escribir, mejor, refutar los sofismas de Kant, no encuentra su lápiz. Vuelve a casa del prestamista. En el camino encuentra a dos señoras. La cautiva una de ellas. Le pone un nombre: “Ylajali”. Le habla. Y surge un libro como pretexto que, dice, se le cae.

Después coinciden en la librería de Pascha: ―“Yo estaba ya parado ante el primer escaparate, y cuando pasó cerca de mí, me adelante y repetí: ―Pierde usted su libro, señorita―”. La mujer duda del libro y del hombre. Las dos mujeres huyen. Recalan en el almacén de música Cisler. Aquel hombre con hambre está absorto y vuelve sigiloso al nombre que le puso: “Ylajali”, a media voz. Luego ya no mira hacia atrás, sino que vuelve a la calle de los Saules con el usurero para recuperar su lapicero. Así lo hace. Le confiesa que con aquel pequeño trozo escribió su Tratado del conocimiento filosófico, en tres volúmenes.

Aquel trocito de lápiz le significa entonces como un pequeño ser humano. Así la ciudad comienza a ponerse en movimiento. Algo así como cuando “el secretario de Estado y del Despacho de la flamante República mexicana, nos relata Jesús Rodríguez Frausto, “el 9 de agosto de 1823, dice al jefe superior político de la provincia de Guanajuato, licenciado Manuel Cortázar, lo siguiente: (…) se dicten cuantas medidas creyó conducentes a desterrar la ignorancia y el error, y a generalizar las luces entre los ciudadanos, instruyéndolos en el conocimiento importante de sus deberes y derechos”.

De aquí se desprende pues el interés para con la Villa de León, a través de su alcalde constitucional, el día 22 de agosto, para concurrir con “el objeto de la sagrada instrucción pública” para que “los beneméritos vecinos de esa demarcación, se penetren de la importancia de este asunto y se subscriban en los periódicos que más le acomode por mi conducto, por el bien y felicidad de la Nación”.

Dicho bienestar consistió en la instalación del Primer Gabinete Público de Lectura en el flamante estado de Guanajuato, 5 de abril de 1824 donde, don Tiburcio Incapié sacerdote irapuatense de ideas progresistas en sesión del Congreso presentó varios dictámenes. En uno de ellos, relata Rodríguez Frausto, que, en la Villa de León se estableció el Gabinete Público de Lectura asignándole 200 pesos anuales a don Agustín Muñoz por el trabajo de cuidarlo y el de escribiente del Ayuntamiento, mismo que fue aprobado el día 8 del mismo mes.

Así el estudio de los libros y por supuesto de los documentos que amparan esta historia de rostros y realidades acontecidos en nuestra ciudad de León de los Aldama (1830), desde antaño y hogaño, también conocida como la «Reina de las praderas» donde se juntarán libros muy escogidos en poco tiempo.

*La charla “Historia de las bibliotecas públicas de León” se llevará a cabo el jueves 20 de julio de 2023, a las 11:30 a.m., en Bendito Theatro Café, calle Juárez No. 319-A, frente a la Plaza de Gallos; y el sábado 22 del citado mes, a las 11 a.m. en Atelier Monte León, calle 5 de febrero No. 309, Centro Histórico de la Ciudad de León.