Hace muchos años se tenía entendido que el poder del rey le llegaba directamente de Dios, y por eso se le llamaba el “Soberano”, porque era quien tenía la soberanía. Hizo falta mucha tinta y mucha sangre para que se cambiara el lugar de origen del poder y pasara de Dios al pueblo, y entonces a los gobernantes se les dijo “Mandatario”, que significa el que obedece el mandato; no el que manda, sino el que ejecuta lo que se le manda hacer, lo cual es una gran diferencia.
Sin embargo, en nuestra mente no hemos terminado de entender bien este cambio de conceptos. Seguimos creyendo, de manera interna, que los gobernantes son los dueños del país y pueden hacer con él lo que les parezca mejor, y nosotros, inmersos en una victimización resignada, solo vemos cómo hacen las cosas: quejándonos en redes, maldiciendo en reuniones privadas y, como ciudadanos, separándonos lo más posible de la vida pública.
Los funcionarios no son dioses ni enviados de Dios; son personas que deben cumplir funciones —otra vez, de ahí el nombre—. El Poder Ejecutivo debe diseñar, implementar y evaluar las políticas públicas indispensables para dar solución a las necesidades y problemas sociales; impulsar programas de desarrollo, detectando las oportunidades y potencializando las capacidades de la gente y la región; elaborar un buen presupuesto, administrando bien los recursos públicos, justificando los gastos, apegándose a lo presupuestado y, finalmente, rindiendo un buen informe de gobierno que muestre de manera simple lo ejecutado frente a lo prometido.
Los diputados son nuestros representantes; no están ahí para engrosar el número partidista. Su función es la de escuchar a los ciudadanos que viven en el distrito que ellos representan, llevar al Congreso el sentir de esos habitantes, hablar en nombre de ellos, no en nombre de lo que les diga su líder.
En tanto, los jueces no deben representar a nadie ni hacer política. Su función es aplicar las leyes para resolver los casos concretos que se presentan en la vida, sin influencias políticas o económicas. Ellos deben ser técnicos y totalmente imparciales.
Necesitamos gobernantes trabajadores, porque nuestro país necesita mucho trabajo. Hay demasiado por hacer y los recursos son pocos.
Por eso, además de ser inteligentes, deben ser organizados y estructurados, para que sepan en dónde poner los recursos, asegurándose de que se destinen correctamente, que no haya desvíos, que se aprovechen bien; no iniciar proyectos que no se terminen o que no sirvan.
El gobernante debe tener una visión inmediata para poder tomar decisiones urgentes ante los problemas urgentes, y al mismo tiempo una visión a largo plazo para diseñar el desarrollo sostenido.
No debe estar pensando en las próximas elecciones: su misión no es asegurarse un siguiente puesto ni la permanencia de su partido en el poder, sino pensar de tiempo completo en hacer de este un mejor lugar para todos.
Los gobernantes no están ahí para servirse del poder y del dinero público, sino para usar ese poder para servir a la gente. Si el gobernante no tiene espíritu de servicio, entonces simplemente no sirve como gobernante.