Ensayo sobre la gran novela

Juancarlos Porras y Manrique
Juancarlos Porras y Manrique, analista, promotor cultural y columnista Platino.

En el siglo XIX, a consideración de Ignacio M. Altamirano, la novela instruye y deleita a este pobre pueblo que no tiene bibliotecas, y que aun teniéndolas no poseería su clave; el hecho es que entretanto llega el día de la igualdad universal y mientras haya un círculo reducido de inteligencias superiores a las masas, la novela, como la canción popular, como el periodismo, como la tribuna, será un vínculo de unión con ellas, y tal vez el más fuerte.

A su guisa entonces nos dedica el compromiso para el siglo XX de abordar sí la lectura, pero primero llegar a la igualdad que no es más que indicar el método para alfabetizarnos con creces todos los mexicanos en tropel: payos y letrados. Si bien en tiempos de nuestro admirado maestro y poeta oriundo de Tixtla, Guerrero nos transmitió con idéntico impulso, una sensación paralela de mexicanidad y finura (Antonio Acevedo Escobedo, dixit) no deja de señalar que “la novela está llamada a abrir el camino a las clases pobres para que lleguen a la altura de este círculo privilegiado y se confundan con él”.

Por supuesto habla de El Periquillo sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi también conocido como «el Pensador mexicano» a quien liga, por la forma literaria, al Quijote como también a Rinconete y Cortadillo sin dejar de lado al Pícaro Guzmán de Alfarache o bien el Lazarillo de Tormes, entre otros aventureros, narrados con método pues conservan su interés hasta el fin. Esta, a decir de Altamirano, fue la primera novela nacional. Dicha gran novela ha sido sin duda útil a nuestro país pues estuvo destinada a la mejora de nuestro pueblo.

Ahora, por aquello del progresismo literario, y por la manera de abordar su lectura los gobiernos despóticos del Bajío, donde los esbirros leen sólo sobre su cohorte palaciega, la consideran menor, simplista y harto peladita, por no decirle vulgar; con tufo populista ya que alienta a las masas a instruirse en este orbe donde la competitividad es lo que rifa. Por eso hay que descansar ese Patriotismo populista pues las lecturas populares llevan a pensar en la Revolución social. De allí por ejemplo que se denigre Cartilla moral (1944) de Alfonso Reyes por los no lectores.

Si nos avocamos de nuevo a que “la identidad de los términos no significa identidad de los conceptos”, de manera esquemática, por la importancia cultural del monumento literario como lo es la novela, encontramos la de la Revolución mexicana con una pléyade interesante de autores (sigo la lista de Una mentira que dice la verdad de Juan Rulfo): Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Gregorio López y Fuentes, José Vasconcelos, Mauricio Magdaleno, Nellie Campobello y Cipriano Campos Alatorre.

Si bien el aprecio de Rulfo por Bachimba de Rafael F. Muñoz como “la mejor obra escrita sobre la Revolución” mexicana nos lleva a pensar, claro, en la lectura de la obra por parte de quien sabe de la perspectiva de trabajo ya que fundamenta su quehacer en la metaficción. Es decir, trabaja a la sombra de otras novelas. Allí tenemos a Pedro Páramo donde desarrolla todo un virtuosismo del género pues encuentra la emoción y la fuerza de los personajes que abren su rincón más íntimo para declarar lo infinito, y a su vez omnisciente, del ser humano.

En el caso de La fuga de la quimera de Carlos González Peña se inscribe al movimiento literario de la Revolución con esta valiosa novela donde “mezcló varias intenciones y una firme pasión. Se propuso trasplantar a tierras mexicanas una tragedia griega: la de Fedra, la madrastra, que se enamora de Hipólito, el hijastro. Así, don Carlos narra los amores adúlteros de Sofía y Jorge, quienes empujados por consideraciones naturalistas pisotean y destruyen con su conducta el pequeño mundo del cual forman parte: el rico comerciante Miguel Bringas y el de Julia, su hija y a la vez prometida de Jorge”. (Emmanuel Carballo, Prólogo, 1986).

Por supuesto que, “en un segundo plano, González Peña deja correr una pasión que lo ha acompañado desde la infancia: su amor por Lagos de Moreno, Jalisco, el pueblo en que nació y en el que se hizo novelista. Allí aprendió a conocer el alma humana y a gozar el cambiante mundo externo en que ésta se mueve. Allí ubica don Carlos el paraíso terrenal: el alto en el camino donde se curan las pasiones del corazón y se recupera la salud del cuerpo”.

Qué razón tiene Emmanuel Carballo al señalar lo anterior pues nos ayuda a comprender la formación tradicionalista del narrador que no quiso, (ni pudo), ser de vanguardia. Entonces los senderos de la gran novela nos llevan desde siempre a la mejor exploración, hablamos de lectura, “por los estudiantes y los estudiosos de las letras patrias”.  En la historia literaria nuestra, necesaria y bien leída con honradez intelectual debemos siempre valorar la personalidad literaria para entender mejor el quehacer novelístico.

La única verdad en la literatura es la voz, inevitable, del narrador que, yuxtapuesta, con los biografiados, permitamos esta acepción, llenos de matices, nos dotan de un mundo donde la emanación de la vida es abierta, imprecisa, con una dimensión de pensamiento que hiere al tiempo. Claridad suave donde el volumen del misterio tiene pasión y esperanza. Química turbulenta pero contralada, al fin y al cabo. No por nada González Peña se refirió al Pensador Mexicano Fernández de Lizardi primero como mal novelista y después mesuró su postura.