El sueño de unos como juego de palabras

Juancarlos Porras y Manrique
Juancarlos Porras y Manrique, analista, promotor cultural y columnista Platino.

Artemidoro de Daldis define sueño como “un movimiento o una invención multiforme del alma que señala los bienes y los males venideros”, es decir, son proféticos. Por ejemplo, la visión de Juan en Pátmos dice: “Tomé el librito de la mano del ángel y me puse a comerlo y era mi boca como miel dulce; pero cuando lo hube comido sentí amargadas mis entrañas. Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones…” (Apocalipsis, X, 10-11), en fin.

Para Artemidoro “(…) todas las acciones ―bien sean de acuerdo con la ley o sin ella― han sucedido, suceden o sucederán en un determinado periodo cronológico, mientras que en el Apocalipsis no existe un canon así relativo al tiempo.

En el caso de la novela que nos congrega, El sueño de unos (Montea, 2016) de A.G. Güitrón se conjuga la realidad y el deseo, derivados de la pasión y del sueño, y a su vez, estos venidos del tiempo absoluto. Porque allí están los que duermen. Quiero decir, los operarios y colaboradores de lo que acontece en el mundo (Marco Aurelio, VI, 42 dixit).

Nos lo anuncia bien nuestro autor en el Prefacio de la obra: “(…) elegí, de manera cuidadosa, cada una de las palabras aquí plasmadas mientras dormía. (…) todas y cada una de las líneas fueron escritas en sueños”. Y más adelante confiesa: “(…) yo escribo sobre la vida real con ayuda de Morfeo”.

Y entonces aparecen, a lo largo de XIX capítulos y un Epílogo (285 pp.), no sólo expresiones dinámicas sino verdaderas rupturas donde nos podemos aventurar a “deambular dormido por los pasillos” contemplando una exposición surrealista donde Marc Chagall se da cuenta de mi existencia, hablo de Abner, y la del otro que mira desde arriba (p. 102). Aquel que vive la vida que otros sueñan y lleva por nombre, no lector, sino leyente.

O bien, el grito inquisitivo para encontrar a Narcisa y “continuar el osado avance” (p. 125). Y líneas más adelante poder “sentir el llamado de la Poción Somnífera detrás de esas paredes”. Allí se desvela, por cierto, “la única esperanza de reivindicación” y “la máxima amenaza de la historia” (p.178).

Esta serie de representaciones oníricas que aludo, me llevan a pensar en la “aparición”, como antaño se le conocía al sueño. Dicho sinónimo tiene en su entraña aquello que muy bien describía Giorgios Seféris:

“(…)  después de la larga simbiosis que hemos mantenido con el mundo del sueño, debe haberse desarrollado en nosotros, de manera insensible, un cierto instinto que advierte a qué género pertenece el sueño que tuvimos la madrugada pasada y el reconocer, diría, la textura del sueño”. (Giorgios Seféris, Artemidoro de Daldis, 1970).

La textura del sueño en la novela de A.G. Güitrón nos lleva a un punto de identidad y pertenencia donde el trazo de los personajes no es de rebuscamiento sino algo natural. Al cobrar vida son temerarios en su proceder y por ende tienen puntos de identificación. Son reconocibles: piensan, sienten, andan, actúan. Se transforman y reconocemos el mundo que viven y cómo se mueven.

Vagan y conjugan realidad y deseo. Hacen literatura.

Recordemos que una novela proviene de un sentimiento definido (Silvia Adela Kohan dixit). Y dicho sentir consiste en “saber diferenciar entre la búsqueda del best-seller, basado demasiado en la anécdota y la novela capaz de crear atmósferas”.

El sueño de unos es de estas últimas.

El leyente vive la novela hasta sus últimas y más intensas consecuencias.

El autor, por impulso, claro, se inmola por amor al arte literario.

Sabe muy bien la diferencia entre escribir, describir y redactar. Porque está al tanto de las transformaciones del rostro y las desesperaciones del sueño.

El sueño de unos es una obra que mantiene la relación intelectual con su época. Aporta al impulso del pensamiento, la pasión y la belleza. Nos trae ciertos elementos de placer en medio del caos: “(…) me quedo rendido bocarriba implorando por la aparición milagrosa de la mujer de mis sueños” (p. 123), en fin… apunta.

Luego vendrá la pesadilla… si ella no está aquí.

Al principio cité al filósofo Artemidoro de Daldis (n. Éfeso) quien escribió Onirocrítica (4 libros) y Adivinación y Quiromancia. Este amigo de la sabiduría supo bien hacer una interpretación de los sueños pues el dios de la profecía lo empujó a escribir sus oniromancias. Dicho sea de paso, fue un gran leyente de los autores de su rumbo: Grecia, Asia, Italia y en las islas más grandes y populosas.

Siempre se detuvo “a escuchar antiguos sueños y sus consecuencias”.

A.G. Güitrón hace lo propio en esta novela donde juega con las palabras, les tuerce el gaznate («chillen putas» Octavio Paz dixit).

Escucha antiguos sueños y sus consecuencias. Lo extraordinario es que anota, en su dietario, y depura. Se ejercita en torno a estas cuestiones: juega y evoluciona. Escribe para saberlo. Avanza. Tiene la imagen. Prepara y escribe.

Por eso, y con esto concluyo: “Ahora que lo pienso, el Caballero de la Triste Figura y yo no somos tan diferentes. Siempre errantes en nuestros sueños, un poco más cuerdos en nuestra locura que aquellos cuerdos en su rutina. Ambos luchando por una Dulcinea cuya figura ennoblecida rara vez reciproca la gallardía de su caballero” (p. 225).

El sueño de unos es en buena medida la aparición de todos.