Manuel Ávila Camacho era considerado un presidente gris: católico conservador, aliado de los yanquis y rodeado de corruptos, entre los que destacaba su hermano Maximino, ligado a la mafia norteamericana. Sin embargo, logró lo impensable: juntó a Lázaro Cárdenas y Plutarco Elías Calles, enemigos políticos; hizo que el naciente Partido Acción Nacional (PAN) hiciera una pausa en sus ímpetus opositores y logró una alianza con el Partido Comunista Mexicano, tan así que en 1946 el candidato oficial, Miguel Alemán, fue también candidato del PCM.
Y lo hizo gracias a una coyuntura: la entrada de México a la II Guerra Mundial.
El país no está en guerra con otras naciones, pero enfrenta una guerra interna contra el crimen organizado; no se confronta con otras banderas, pero enfrenta una pandemia que ha minado su economía y, sobre todo, ha costado cientos de miles de muertos y millones de contagios.
Ganar con más de la mitad de los votantes, que suman más de 30 millones de votos y representan la tercera parte del padrón electoral y la cuarta parte de la población nacional no es cosa menor. Hay legitimidad para ver hacia adelante. Esa fuerza no es suficiente para aplastar a la otra mitad que votó en contra, pero sí constituye una fuerza vigorosa para establecer acuerdos.
En el caso de Guanajuato, el panismo es predominante. La oposición al gobierno estatal es menos que simbólica. Basta con cooptarla y no necesita aplastarla. Y aunque es una isla y una pequeñez respecto al gigante federal, tampoco es cosa menor: está entre las economías más poderosas del país y se liga con las ínsulas azules de otras partes de México.
Como en tiempos de la independencia, ninguna fuerza es suficiente para derrotar definitivamente a la otra. ¿Por qué no buscar un acuerdo?
Y hay dos motivos: el crimen organizado y la pandemia.
La ineficiencia ha sido hasta ahora característica de ambas partes en materia de seguridad: abruman los homicidios y otros delitos de orden estatal al igual que pasa con los de orden federal, especialmente el narcotráfico. Los malos resultados de unos y otros sólo sirven para que los gobiernos, los partidos y sus respectivas fanaticadas echen la culpa al opuesto.
Algo similar pasa con la pandemia, donde discretamente (y a veces no tanto) un ámbito de gobierno trata de meterle zancadilla al otro.
En ambos casos quien pierde es la sociedad.
Ávila Camacho quiso y pudo. Andrés Manuel López Obrador no es tonto: puede; Diego Sinhué Rodríguez no tiene la misma habilidad política, pero también tiene con qué negociar un acuerdo.
Un pacto o acuerdo serían un gran paso histórico. Sería ideal que los triunfos electorales fueran resultado de logros políticos en beneficio de la sociedad y no parte de una guerra partidista y clientelar.
Ambos ámbitos pueden. Si no lo hacen con la pandemia es porque les ganan los intereses de poder, como los ha habido siempre; y algo más grave: si no lo hacen en materia de seguridad es por los acuerdos con los criminales que en teoría deben combatir.
Una contundente exigencia ciudadana podría hacer posible ese sueño.