Broker: reconfigurando la orfandad

Fernando Cuevas, analista y columnista Platino News.

Vivir con la idea de que al nacer se sufrió el abandono materno; sobrevivir con el rechazo del hijo: a pesar de que las causas puedan ser entendidas, el sentimiento de soledad permanece y se niega a irse del todo. La orfandad como una condición que acompaña dolorosamente el trayecto de la existencia pero que también abre la puerta para el perdón y la comprensión llevados a niveles de profunda humanidad. También para quien tuvo que dejar a su bebé en otras manos por circunstancias inevitables, la dificultad para sobrellevar ese peso se vuelve permanente.

El dueño de una lavandería (Song Kan-ho, optimista), junto con otro hombre más joven (Gang Dong-won, huérfano él mismo y de buenas intenciones), tiene una actividad al margen de la ley: recoge bebés dejados en una especie de buzón-cunero de una iglesia y después los vende a parejas para que los cuiden como propios, asegurándose que cubran ciertos requisitos para esta especie de adopción ilegal, como que no los vayan a revender o a abandonar si logran tener hijos de sangre: legalmente están parados en el tráfico de personas, si bien lo suyo es asumirse como intermediarios sin hacer daño a nadie y obtener un pago por ello.

El asunto se complica cuando, después de recoger a un niño dejado por su madre (Ji-eun Lee, resuelta), ésta regresa y descubre el plan de buscar un comprador, al que decide sumarse pidiendo la mitad del botín y quizá en el fondo, tratando de que su criatura se quede en las mejores manos posibles; mientras tanto, por un lado, una comprensiva pareja de mujeres detectives (Bae Donna y Lee Joo-young) ya les sigue la pista, y por el otro, surge la noticia del asesinato de un hombre y la oferta de una mujer para comprar al recién nacido, para lo cual envía a sus mensajeros de escaso poder intimidatorio.

Broker: intercambiado vidas (Corea del Sur, 2022) está escrita y dirigida en lógica de road movie con la sensibilidad, ternura y humor acostumbrados por el realizador nipón Hirokazu Koreeda, quien ahora situado en la ciudad coreana de Busan y alrededores, vuelve a sus temas recurrentes de las relaciones paterno-filiales (Milagro, 2011; De tal padre, tal hijo, 2013; Después de la tormenta, 2016; La verdad, 2019); de la vida en las fronteras de la legalidad (Un asunto de familia, 2018); del cuidado entre jóvenes y niños (Nadie Sabe, 2004; Nuestra hermana pequeña, 2015) y de cómo se reconfiguran las nociones acerca de la familia, ya sea en proceso de ruptura o en identificar nuevas posibilidades que se presentan de manera azarosa.

En el trayecto para buscar, contactar y entrevistar potenciales compradores, hacen una parada en un orfanato ya conocido en donde los niños juegan fútbol, aspirando convertirse en el próximo Son, el ídolo coreano ahora en el Tottenham: uno de ellos se suma al grupo (Seung-so Im, de aventurera inocencia), con todo y balón, para formar un quinteto, incluyendo al encantador bebé de cejas escasas, que empezará a tejer vínculos afectivos mientras una realidad acecha fuera de ese particular microcosmos trasladándose en una vieja camioneta de cajuela descompuesta y girando en la rueda de la fortuna entre miedos y esperanzas.

La música acústica de Jung Jae II (Parásitos, 2019; El juego del calamar, 2021) se entromete con frecuencia en los distintos pasajes del recorrido emocional, que arranca con una escena nocturna bajo la lluvia de gran fuerza expresiva, capturado por una cámara también atenta a lo que sucede en los interiores de los coches, a los rostros y perspectivas de los personajes, con encuadres por donde apenas queda un espacio para visualizar el mundo, en contraste con otros que abren amplios contextos entre urbanos y rurales vistos a la distancia y sin faltar las continuas escenas de comida, reflejo de la cercanía emocional que se va dibujando paulatinamente.

Una vez más, el realizador de El tercer asesinato (2017) y Air Doll (2009) se aventura a desarrollar personajes que delinquen pero con capacidad para transformarse: el arco que transitan resulta creíble y las revelaciones que van compartiendo, permiten empatizar con ellos. Si en After Life (1998) proponía que solo nos podíamos quedar con un recuerdo después de morir y en Distance (2001) la posibilidad de recordar la muerte de los seres queridos, acá la madre puede quedarse con el agradecimiento hacia los demás, sobre todo a su pequeño, por haber nacido y acaso en un futuro, ese niño que va creciendo logre entender, perdonar e incluso agradecer la vida otorgada, justo para reconfigurar la orfandad.