Boda trágica en la inundación de 1888

Juancarlos Porras y Manrique
Juancarlos Porras y Manrique, analista, promotor cultural y columnista Platino.

Derivado de la narración proporcionada por la señorita Carmen Villalobos a José Ruiz Miranda para su programa radial «León en Marcha» (1949-1955) que transmitía la XELG, la llamada boda trágica ha resonado hasta nuestros días, al grado de convertirse en Un sensible relato en la localidad y que ha tenido también su migración a la parte sinfónica, con la Orquesta Trinitate Philarmonie, y a la imagen pictórica, a través del Ave Fénix, realizada por el maestro Jesús Gallardo en su mural León. Destino y Trayectoria, ambas obras estrenadas en el año 2014.

Ahora presentamos a los lectores de Platino News el material preparado de manera ex profesa por el vate leonés donde, las aguas broncas inundaron cerca de la mitad de la ciudad y, surgió este drama.

Boda trágica en la inundación de 1888

Llovía a cántaros, según el común decir. Así había llovido por muchos días y muchas noches, sin interrupción alguna. Los días eran grises, obscuros, y en ellos se sucedían los aguaceros torrenciales, con pequeños intervalos, durante los cuales no dejaba de caer esa lluvia pertinaz, monótona, casi diríamos. Rítmica, que cantaba una canción de tristeza.

Parecía que con las sombras de la noche se empavorecía el ambiente, porque mientras con trabajos iban encendiendo los faroles del alumbrado público. Los serenos no acertaban a mantener las luces que, apenas encendidas, apagaba el viento, dejando las calles en temerosas sombras. Arriba, en el cielo, el trueno rodaba trágico y hacía estremecerse los muros de las casas, en tanto que caían torrentes de agua.

Los vecinos se encerraban en cuanto anochecía; las mujeres encendían ceras benditas y agitaban argentinas campanillas consagradas, asomándose por las rendijas de las ventanas para escrutar el cielo, que aparecía implacablemente cargado de tormenta…

De tarde, en cuanto se escuchaba entre el ruido de la lluvia, la voz del sereno gritaba:

―“Las doce de la noche… lloviendo…”―.

―“Las dos de la mañana… sigue lloviendo y el río ha recibido una nueva creciente y amenaza desbordarse…”―.

Y así había vivido León dese el primero de junio del año de 1888, hasta la trágica noche del día 18 de ese mes inolvidable.

Esta noche llegó cargada de amenazas… Las tormentas eran continuas… El río, lleno hasta los bordes de su cauce, rugía enfurecido y a cada instante aumentaba siniestramente su caudal.

El infatigable don Carlos Basauri, Jefe Político del pueblo a la sazón, y numerosos vecinos, la gendarmería, los presos y cuantas personas pudieron, recorrían el malecón, y de manera incansable, denodada, procuraban amontonar tierra en los lugares que les parecían de mayor peligro… Dábanse cuenta, sin embargo, de que, a pesar de todos los esfuerzos, una nueva creciente haría desbordarse las aguas sobre la población, que esperaba angustiada el desenlace de aquel drama sombrío…

Manuel García llamábase un apuesto joven que esperaba en unos cuantos días realizar sus sueños de felicidad, uniendo su vida a la de una agraciada joven, de nombre Vicenta Muñoz, que vivía en la calle de la Paz. Ya Manuel tenía dispuesto todo; su hermano, que era sacerdote, bendeciría su enlace y después, ¡qué hermosa y tranquila existencia se prometía!

AL OBSCURECER, aquel 18 de junio, había estado en la casa de su novia. La calle era un verdadero río, pues por ella bajaban constantemente las aguas en forma de torrencial, tanto, que después de renovar con Vicenta sus planes para el enlace, y platicarle, lleno de optimismo            que tenía listo el equipo de novia que luciría la prometida, despidióse de ella tiernamente y volvió a su casa, situada en un lugar mejor acondicionado para resistir aquel furioso temporal. Tuvo que valerse de los tradicionales cargadores para atravesar algunas esquinas, asido a una cuerda que solía ponerse de un lado al otro de la calle, sujeta a las rejas de las ventanas. Cuando llegó a su casa, calado hasta los huesos, se dio cuenta de que la población estaba en un peligro inminentísimo, pero de manera especial los vecinos de las calles que acababa de cruzar, entre las que contaba la de la Paz, en la cual vivía su novia.

Ríos caudalosos eran la Honda, la de los Pachecos y hasta la Lagos, situada a mayor altura, pero como las anteriores, trazada de norte a sur, es decir, cauce natural de las aguas que bajaban del norte precisamente desde el malecón del río de los Gómez… Y con honda preocupación sentóse al borde de su cama sin atreverse a meterse en ella…

Truenos de tormenta

Afuera, la lluvia torrencial caía sin cesar y los relámpagos y los truenos ponían sus pinceladas y sus rugidos como sombras de aquel cuadro pavoroso.

De pronto escuchó golpear de puertas, a lo lejos… Golpes y voces destempladas iban acercándose, hasta que en las maderas de su zaguán se dejó oír un llamar precipitado:

―“¡Vecino! ¡Vecino! Levántese y póngase a salvo…”―.

―“¿Qué ocurre?”―.

―“¡Se reventó el río! Ya vienen las calles llenas de agua”―.

Y el fiel guardián, el heroico sereno, chapoteando entre el agua siguió adelante despertando a los vecinos y previniéndoles del peligro.

Apenas pasaban unos minutos de las once de la noche…

Manuel se envolvió en su capa española y se dispuso a salir. Había pensado en su novia y en el peligro que seguramente estaba corriendo… se detuvo un momento; también los suyos necesitaban de su auxilio. Obligó a los miembros de su familia a levantarse y a subir a las azoteas y se echó a la calle… ¡Qué cuadro contemplaron sus ojos desorbitados! Multitud de vecinos venían penosamente de la zona baja de la ciudad, cargando a las mujeres y a los niños, con el agua a las rodillas y los ojos desmesuradamente abiertos…

―“¡No vaya para allá! ¡Las calles vienen llenas de agua!”―.

Pero él no escuchó las advertencias… Corrió como un loco… Llegó a la primera bocacalle y se encontró con que el agua le llegaba a la cintura.

La corriente arrastraba muebles, animales, y hasta le pareció que iba por allí dando vueltas el cadáver de una mujer… No se detuvo, se ciñó la capa y se echó al agua. La corriente lo arrastró por varios metros… Oyó que desde las azoteas gritaban:

―“¡Se ahoga!”―, y luchó… luchó denodadamente, hasta alcanzar el lado opuesto. Allí le tiraron una cuerda; se asió a ella, le izaron y le subieron a la azotea de una casa…

―“¡Déjenme!”―, gritaba enloquecido. ―“¡Voy a la calle de la Paz… voy a salvar a mi novia!”―.

―“¡Imposible!”―, le dijeron. ―“¡No podrá usted llegar hasta allá!”―.

―“Aunque me quede en el camino”―.

Pero aquellas buenas gentes le sujetaron y le obligaron a permanecer allí, en la mayor desesperación imaginable.

DESDE ALLÍ VIO MANUEL cómo se derrumbaban casas, levantando en medio del agua, espesas nubes de polvo y produciendo siniestros ruidos. A la luz de los relámpagos vio, ahora sí con toda certeza, que las aguas arrastraban confundidos con muebles y utensilios de casa, varios cadáveres…

Poco después de la media noche pareció que la lluvia amainaba y que bajaba el nivel de las aguas en la calle… quiso bajarse y continuar su camino, cuando se escucharon nuevos rumores… vocerío de las gentes refugiadas en las azoteas…

―“Ya se salió nuevamente el río… miren como suben de nuevo las aguas y como arrastran árboles enteros…”―.

Así era en efecto. Oíanse a lo lejos con demasiada frecuencia los ruidos de las casas que se derrumbaban… La lluvia arreció y aquella noche verdaderamente dantesca parecía interminable. Las campanas de los templos tocaban incesantemente “rogativa”.

EL PÁLIDO AMANECER del 19 de junio descubrió un cuadro tremendo… Medio León; la parte baja; es decir, desde la calle Real de Lagos, hoy Hidalgo, hacia el oriente, incluyendo los barrios del Coecillo y de San Juan de Dios, eran un montón de ruinas cubiertas de agua.

Sobre los escombros de las casas caídas y sobre las que quedaron en pie, los náufragos tiritaban de angustia y de frío. Los árboles de los corrales se veían llenos de hombres y mujeres empavorecidos…

Por todas partes se vieron heroicos actos de salvamente. Los beneméritos sacerdotes don Pablo de Anda, don José María de Yermo y Parres y muchos otros fueron encontrados por las luces mañaneras metiéndose al fango para salvar a los vecinos y llevarlos a lugar seguro.

Don Carlos Basauri, casi exhausto, seguía en la zona de peligro dirigiendo las obras de salvamento… rescatando a vecinos amenazados y sacando cadáveres, tarea que duró varios días…

COMO UN SONÁMBULO Manuel García bajó de la azotea donde le habían obligado a permanecer, se colocó su capa en forma que no estorbara sus movimientos y se dirigió a la calle de la Paz, a la que llegó venciendo mil dificultades. Necesitó mucho para localizar el sitio que ocupaba la casa de su novia… todo aquello era ruinas y desolación.

Ayudado por algunas personas piadosas se puso a remover escombros sin encontrar lo que buscaba… Y así se pasó horas y horas, presa de una ansiedad intensa… Por fin, dentro de un horno, que increíblemente se había mantenido en pie, estaba el cadáver de Vicenta… Las aguas la habían dejado casi desnuda… Se quitó Manuel su capa, su elegante capa española y en ella envolvió el cuerpo inanimado de su prometida y la cargó en hombros.

Así llegó con ella hasta su casa donde la hizo vestir con el vestido blanco de desposada… El mismo ciñó la amoratada frente con la corona de azahares y se arrodilló junto al cadáver.

El cielo iba poco a poco des entenebreciéndose, y bajo una lluvia tenue iban surgiendo de entre las ruinas mil dramas como éste.

José Ruiz Miranda.


José Ruiz Miranda, Recuerdo de León en Marcha. Relatos y leyendas, Ed. de Autor, 2005, 1ª. Edición Herederos de JRM, pp. 309-314